Con las heridas de 2017 aún demasiado frescas, el resultado de las elecciones del 14F deja poco margen para las alternativas. Con toda probabilidad habrá un gobierno de ERC con JxC con algún tipo de apoyo de la CUP que ojalá se ponga a trabajar cuanto antes pues hay mucho que hacer. Lo más interesante de estos resultados electorales no son por lo tanto las implicaciones a corto plazo, que están bastante claras, sino las oportunidades que se dibujan a medio. Y aquí la abstención es un elemento central al que prestar atención. Aunque la participación suele ser la gran olvidada después del avance de las 18h, quien sepa interpretar lo que ha dejado a casi dos millones y medio de catalanes en casa tendrá una de las claves de lo que puede pasar en el futuro en Catalunya.
El dato es verdaderamente extraordinario: no es que se haya producido una regresión a la media tras el contexto fuertemente movilizador de 2015 y 2017, sino que casi la mitad de los electores se han quedado en casa. La bajada en la participación electoral ha sido de 25 puntos con respecto a 2017 y se ha superado el mínimo histórico que se produjo 1992.
Los análisis postelectorales tendrán que señalar el peso específico de varias explicaciones alternativas. La pandemia será sin duda una de ellas. El miedo al contagio se suele señalar como el principal mecanismo, si bien los datos no parecen sustentar un efecto demasiado importante: en estas elecciones no ha habido una correlación entre incidencia acumulada y abstención. Pero otros elementos relacionados con la pandemia podrían tener más relevancia. Por un lado, el deterioro de la economía y el empleo sitúa a una parte del electorado con menos recursos y más necesidad de hacer frente a preocupaciones graves. Ante las carencias y necesidades del día a día, las elecciones quedan en un segundo plano. La fortísima correlación entre nivel de renta y abstención de estas elecciones apuntaría en esta dirección. La diferencia en la participación entre las secciones censales con rentas más altas y más bajas se ha ampliado muy notablemente en 2021 con respecto a 2017 (de 18 a 25 puntos), traduciendo la creciente desigualdad social en desigualdad política. Desde el punto de vista de la calidad de la democracia, tan traída y llevada por unos y otros estos días, este es un dato muy preocupante y que abre las puertas a algunos escenarios que podrían deteriorarla aún más, teniendo en cuenta la peculiar relación que tienen en Catalunya el nivel de renta y el voto a VOX.
Por otro lado, en esta campaña han faltado todas las interacciones sociales que habitualmente contribuyen a que nos lleguen estímulos movilizadores por la vía que más nos influye, la de las relaciones personales. En un contexto en el que la proporción de indecisos ha sido importante y se ha mantenido durante toda la campaña, saber a quien votar ha sido especialmente difícil, lo que ha añadido ingredientes al ya elevado coste de ir a votar. La pandemia nos ha privado de muchos weak ties o vínculos débiles que son un facilitador fundamental de la participación. No solo de Whatsapp vive el elector.
Pero seguramente la clave de la desmovilización está más en el contexto político que en el epidemiológico. La conmoción emocional y las percepciones de amenaza sentidas por los dos lados del conflicto que caracterizaron 2017 han sido en gran medida substituidas por la frustración y el descontento. La insatisfacción con la situación política es mayor que la que genera la situación económica, que está en niveles altísimos. Tampoco hay grandes expectativas de cambio político o de gobierno, que es otro de los factores que puede generar movilización. Las mayorías alternativas a la independentista o no suman o si lo hacen de momento no se pueden considerar políticamente viables, y esto parece que ha sido percibido por los electores.
La abstención crece más en los municipios con menor presencia del independentismo, lo que podría hacer pensar en una vuelta a un escenario de abstención diferencial. Una vez pasada la amenaza inminente para la unidad de España, una parte del electorado no independentista vuelve a quedarse en casa en las elecciones autonómicas. Sin embargo el diablo está en los detalles. Por un lado, dentro del bloque no independentista Ciudadanos es el partido más afectado por el aumento de la abstención. Esto no es una sorpresa y seguramente tiene mucho que ver con errores estratégicos del partido, pero en todo caso genera una bolsa de exvotantes de C que hoy son abstencionistas y que en las próximas elecciones se plantearán si votan o no y a quién. Por otro lado, los partidos independentistas han perdido 600.000 votos con respecto a 2017, una buena parte de los cuales seguramente forman parte de esos 1,3 millones de nuevos abstencionistas. Aquí JxC parece resistir mejor la desmovilización electoral, mientras que para ERC y CUP la relación no es determinante. ERC es el partido del independentismo con un electorado más transversal desde el punto de vista territorial, y que más ha moderado su perfil identitario con respecto al 2017. Han aumentado entre sus votantes la presencia de personas que se hablan castellano y con una identidad nacional plural. Todo esto genera oportunidades pero también entraña riesgos.
Atraer a votantes a través de la gestión del gobierno o de políticas públicas alternativas es sin duda mucho más complicado que hacerlo a través de la identidad en los tiempos que corren. Mucho más difícil aún es en un caso como el Catalunya que reúne todas las condiciones para que no haya voto económico (“nacionalismo cegador”, coaliciones y gobierno multinivel que difuminan la atribución de responsabilidades, dificultad de los electores para saber “quien gestiona qué”). Sin embargo quizá los tiempos deberían cambiar. En los barrios de menor renta no solo la abstención bate records, sino que Vox es el tercer partido más votado por detrás del PSC y Esquerra. De lo que pase con esta bolsa de abstencionistas, cuya integración política representa la cohesión social que necesitamos urgentemente reconstruir, dependerá el futuro de Catalunya.