La moción de censura ha visibilizado al parlamento como órgano central del sistema político español, que por algo se llama democracia parlamentaria. Por primera vez hemos visto que el congreso de los diputados tiene capacidad no solo para poner, sino también para quitar gobiernos. Esto es algo que suele pasar desapercibido porque, hasta hace poco, los gobiernos han sido relativamente fuertes y estables, sustentados en mayorías parlamentarias relativamente amplias. Estas mayorías eran posibles por dos razones. Por un lado, solo dos partidos de ámbito estatal concentraban la inmensa mayoría del voto. Por otro lado, tenemos una ley electoral desproporcional que, justamente para asegurar gobiernos sólidos, premia con sobrerrepresentación parlamentaria a los partidos más grandes. Poner es más fácil que quitar, y por eso hemos visto producirse once investiduras y tres mociones de censura (fracasadas las tres) antes de presenciar por primera vez desde 1978 cómo un presidente del gobierno es censurado por el parlamento. El día 1 de junio, el congreso de los diputados, aplicando un principio básico de la democracia parlamentaria, forzó una asunción de responsabilidades políticas sobre un gobierno que se negó a hacerlo por iniciativa propia. El sistema de partidos ha cambiado y esto marcará también el funcionamiento de nuestra democracia parlamentaria. Con más partidos en el parlamento es de esperar que el peso de esta institución sea cada vez mayor, quizá limitando la duración de los gobiernos (aunque no tiene por qué ser necesariamente así), pero también sometiéndolos a un mayor control en su actividad.
Aun así, el parlamento ha necesitado para cumplir con su tarea de control del gobierno un desencadenante en forma de sentencia. Hace solo un par de semanas la moción era impensable y sin la sentencia sobre el caso Gürtel es muy probable que no hubiera habido moción. Los electores ya habían castigado en las urnas la corrupción política del PP en 2015, privándole de la mayoría absoluta, pero la oposición no tuvo capacidad entonces para gestionar esos resultados electorales dando lugar a un gobierno alternativo. Cabría entonces hacer la reflexión de hasta qué punto es bueno dejar que el desarrollo de los acontecimientos sobre cuestiones políticas siga el ritmo marcado por los procedimientos judiciales, que no han de encargarse de dirimir las responsabilidades políticas sino las penales. La situación pone de manifiesto una gran dificultad de la política para gestionar las cuestiones que le competen por iniciativa propia, incluso cuando dispone de los medios (es decir, los escaños) para hacerlo. Las sentencias no son ni pueden tener el mismo impacto que las instrucciones o las acusaciones, pero ya antes de la sentencia existían la justificación y la capacidad para haber actuado políticamente. Y no se hizo.
Un parlamento fragmentado, donde no hay mayorías absolutas monocolores, es seguramente más rico y representativo de la pluralidad social, pero exige pactos y acuerdos para poder gobernar. La moción se ha centrado en el que es, posiblemente, el único planteamiento que comparten todas las formaciones que han votado a favor: era necesario echar al PP. Pero a partir de ahora será necesario ensanchar ese espacio. Echar a Rajoy es una cosa, gobernar es otra. Si tenemos un sistema de partidos que ha superado el bipartidismo, los acuerdos (de gobierno o de legislatura) serán imprescindibles. O tenemos algo parecido al bipartidismo con mayorías forzadas gracias a la ley electoral y “rodillos parlamentarios”, o tenemos más opciones políticas con representación y construimos las mayorías a través de acuerdos en el parlamento. Las ventajas e inconvenientes de cada modelo son objeto de grandes discusiones académicas, aunque la realidad demoscópica de momento parece ir hacia el segundo. Una cosa está clara: todo a la vez no se puede, y convendría ir asumiéndolo.
En un momento en el que las instituciones del estado se encuentran en una situación de desprestigio sin precedentes, creo que conviene subrayar que en este caso nuestra democracia parlamentaria ha funcionado, con las limitaciones señaladas más arriba (falta de iniciativa, lentitud), para producir un resultado de mínimos: en la jerga que se utiliza en la literatura sobre corrupción “throw the rascals out” (sacar a los ladrones). Podemos alegrarnos legítimamente por esta buena notica. A partir de ahora sería conveniente que la política recupere su iniciativa, y esto en la actual coyuntura requiere que los partidos políticos definan su estrategia de acuerdos, preferentemente con altura de miras y capacidad para gestionar la tolerancia a la frustración.